La criminalización de la política (II)



Por Claudio Scaletta

(Fragmento del libro “La recaída neoliberal”)

Hasta aquí no se hizo referencia alguna a la sumatoria de denuncias de corrupción que alcanzan al gobierno de Cambiemos. No se habló del involucramiento de Mauricio Macri en el affaire conocido como “Panama Papers”, es decir de la participación del mismísimo titular del Poder Ejecutivo en firmas creadas en guaridas fiscales con el objetivo presunto de evadir impuestos. Tampoco se hizo referencia al dato de que muy altos funcionarios allegados al presidente obtuvieron ganancias extraordinarias con la operatoria de dólar futuro siendo ellos mismos quienes tomaron las decisiones de devaluación que las habilitaron. No se habló del caso de la venta de la pequeña aerolínea familiar MacAir a Avianca, firma a la que el gobierno ya le otorgó rutas de cabotaje que competirán con Aerolíneas Argentinas, o del intento de autocondonación de la deuda de la familia presidencial con el Correo Argentino, o del escándalo de sobornos de Odebrecht que alcanza nada menos que al jefe de los espías y amigo presidencial, Gustavo Arribas, y a la empresa familiar IECSA. Tampoco se hizo referencia a los múltiples conflictos de intereses de los ex CEO que como ministros y secretarios de Estado pasaron a hacerse cargo de las áreas en las que operan las empresas en las que se desempeñaron hasta el día anterior. Menos se dijo del vaciamiento de los organismos de control, desde la Oficina Anticorrupción a la Unidad de Información Financiera. Cualquier “periodista independiente” que, cuando al poder le importe, decida avanzar en estos temas seguramente podrá hacerse una verdadera fiesta. En poco más de un año, los casos de corrupción, real o presunta, superan a todo lo denunciado en los 12 años precedentes. Casi no hay actividad oficial que escape a la generación de negocios privados vinculados a miembros del nuevo elenco gobernante. Y todo ello para no hablar de los “ruidos republicanos”, que van desde el nombramiento de jueces por decreto, la existencia de presos políticos denunciados por la ONU o el intento de hacer pasar el 2x1 a los represores de la última dictadura.


Pero así como se afirmó que los conceptos de “bien” y “mal” eran inapropiados para el análisis económico, lo mismo corre para la idea de poner en el centro del debate político y económico a la corrupción. Por múltiples razones, empezando porque los resultados de la política económica provocan transferencias intersectoriales y espaciales de recursos de una magnitud absolutamente incomparable con cualquier corrupción individual. Desde esta perspectiva resulta necesario separar el problema menor del funcionario self-made man que hace algún negocio personal –nada muy distinto a la conducta, por ejemplo, del gerente de compras de cualquier empresa privada, es decir un tipo de problemas más inherente al funcionamiento del capitalismo realmente existente que específico de la política– de la corrupción estructural, la que a través de decisiones de política económica transfiere el patrimonio público acumulado por décadas, endeuda al erario por generaciones o provoca la destrucción de empleo y sectores económicos completos. Quizá sea obvio aclarar que no se trata de minimizar la deshonestidad personal de los funcionarios, sino de poner los problemas en su justa dimensión, de discutir política y de dejar los asuntos penales para el Poder Judicial. En particular cuando se continúa utilizando la idea de corrupción como una forma de criminalización de la política, un objetivo que no busca la mejora de la moral pública, sino la promoción de la antipolítica, la que no solo es un pasivo social, sino un instrumento de las fuerzas conservadoras para sembrar el desaliento y alejar a las mayorías de la cosa pública.

Finalmente, se trata también de no replicar la conducta del nuevo neoliberalismo respecto de los gobiernos populares. Si se siguen los hechos se encontrará que, en algún momento de la década pasada, se dejaron de debatir en el ámbito público ideas o relaciones causa-efecto de las políticas económicas para concentrarse exclusivamente en los casos de corrupción, real o presunta. Pero lo que comenzó como tendencia para debilitar a los gobiernos eludiendo debatir los resultados reales de sus políticas, se transformó en el presente en política de Estado. Con ello se busca enmascarar el debate real por el acelerado deterioro de la economía a la vez que criminalizar al adversario. El grotesco es mayúsculo y ruidoso para la historia. Los gobiernos nacional-populares no habrían sido más que un grupo de delincuentes abocados a saquear al Estado. Las políticas públicas del período, tratadas en los capítulos precedentes, apenas un dato menor. El camino iniciado es riesgoso para el sistema. La identidad del adversario político queda subsumida por sus presuntas acciones criminales y el debate central ya no ocurre entre oficialismo y oposición, como sería normal en una democracia, sino entre la moral y la corrupción, entre el bien y el mal absolutos. Es casi una obviedad que si el adversario político es solamente un delincuente, la democracia política se diluye.


2017/11 © Capital Intelectual

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