Otra idea zombi


Por Claudio Scaletta

No es la primera vez que en este espacio se habla de “ideas zombies”. Se trata de esas ideas que se creía muertas, refutadas por la teoría y por la historia, pero que reaparecen de improviso y vuelven a atacar cerebros desprevenidos. Aunque sea redundante, recuérdese que en su ámbito ficcional los zombies se alimentan de cerebros.

Al comienzo de la actual administración las ideas zombis reaparecieron en tropel. Entre las más destacadas pueden citarse: que la inflación es un fenómeno exclusivamente monetario; que la apertura económica genera desarrollo del comercio exterior en ambas direcciones, importaciones y exportaciones; que existiría un tipo de cambio que además de presuntamente competitivo podría ser estable; que con tipo de cambio flotante no importan los déficit de la cuenta corriente del balance de pagos; que las desregulaciones en los mercados laborales mejoran el empleo; que la baja de impuestos y salarios incentivan la inversión; que se necesitan divisas para contrarrestar los déficit en pesos o, viceversa, que el ataque a los déficits internos resuelve los déficits externos. La lista completa es realmente extensa, pero los destacados pueden completarse con la idea de que un acuerdo con el FMI resuelve algún problema macro.

En las últimas semanas reapareció también la idea zombi de la “dolarización”, cuyo anterior minuto de fama fue a comienzos de los 2000. La revivieron las declaraciones de un alto funcionario estadounidense, la posterior desmentida de funcionarios locales y hasta la versada metida de cuchara de Domingo Cavallo. Bien mirada, la divisa estadounidense ya cumple en el mercado local algunas de las principales funciones formales de la moneda, como las de ser patrón y reserva de valor. Se trata de una consecuencia de la historia económica del último casi medio siglo: etapa en la que se sostuvieron largos períodos de alta inflación y volatilidad cambiaria, fenómenos que convivieron con la ausencia de instrumentos de ahorro seguros y estables en moneda propia y hasta con tasas de interés negativas. Buena parte de la dolarización de los excedentes económicos, al margen de los componentes especulativos que siempre existen, es una consecuencia de la demanda de los actores económicos por reservar el valor de sus excedentes. No es una cuestión cultural, algo así como “la propensión de los argentinos a dolarizarse” o “el amor al billete verde”, sino un fenómeno microeconómico que, al generalizarse, deviene macro.

La convertibilidad de los años ‘90 fue, antes que una dolarización incompleta o parcial, una suerte de regreso al patrón oro, pero bajo la forma de “patrón dólar”, un programa de estabilización inflacionaria de shock que intentó respaldar el billete local con dólares estableciendo una regla fija de conversión: un peso igual a un dólar. Como continuó usándose la moneda local, quedó espacio tanto para “la emisión” como para una acotada política monetaria. El problema residió en la existencia de la obligación legal de mantener la paridad cambiaria. Era un sistema de tipo de cambio, es decir que mantenía fijo, valga la redundancia, uno de los principales precios relativos de la economía, el del dólar. En la práctica, el tipo de cambio fijo significaba quedar atados a la entrada de dólares del exterior para sostener la paridad. Estas entradas de divisas se consiguieron primero con las privatizaciones y luego con deuda. El sistema duró hasta que se cortó el flujo de endeudamiento y estalló en diciembre de 2001 cuando se instauró el corralito. Vale recordar que tener la regla monetaria del peso atado al dólar no evitó que siguieran presentes las verdaderas causas de la inflación, es decir el movimiento de los restantes precios relativos. La inflación es un fenómeno de puja distributiva, y su mecanismo de transmisión son los costos de producción. Sólo comienza a ser un fenómeno de demanda cuando la economía se aproxima al pleno uso de sus recursos productivos: el capital y el trabajo. En consecuencia, durante la mayor parte de la era del peso convertible se presentó el fenómeno de una inflación en dólares superior a la inflación estadounidense.

Sobre el final de la experiencia e incluso hasta 2002, no faltaron las propuestas de avanzar hacia una dolarización completa, es decir reemplazar el circulante local por el billete estadounidense. El argumento era que de esa manera, ahora sí, la inflación local sería la de Estados Unidos ya que el Estado no podría imprimir billetes para expandir la demanda. Esto se repetía a pesar de que la propia experiencia de la convertibilidad había demostrado que el problema de la inflación no era monetario ni exclusivamente cambiario. Además, el régimen convertible también había sido un problema para el capital, ya que las bajas generalizadas de salarios, tan sencillas de lograr mediante las devaluaciones, obligaron a dolorosas reducciones nominales, como el famoso recorte del 13 por ciento en los salarios públicos y las jubilaciones en los tiempos en que Patricia Bullrich ocupó la efímera cartera de Seguridad Social de la primera Alianza, una decisión pública que fue calcada inmediatamente por el sector privado.

Pero si bien el argumento para la dolarización completa es la búsqueda de la presunta estabilidad de precios, el objetivo real es bien distinto. De lo que se trata es de acompañar la profundización del fiscalismo, la idea según la cual deben mantenerse presupuestos equilibrados como excusa para reducir progresivamente las funciones y tareas del Estado. Uno de los objetivos de las visiones fiscalistas, al estilo FMI, siempre fue restar grados de libertad a la política monetaria, por ejemplo mediante la ficción de los bancos centrales “independientes”. Como explican todos los manuales, la política económica tiene dos patas, la monetaria y la fiscal. Eliminar la moneda local y reemplazarla por el dólar no anula totalmente la política monetaria, pero la restringe fuertemente. Luego, por extensión, también se restringe la fiscal, ya que hace falta moneda para pagar los impuestos.

La dolarización, al igual que un sistema de tipo de cambio fijo, elimina la herramienta de la devaluación. A ello se suma que cualquier política expansiva queda sujeta a la disponibilidad de dólares que el Estado no puede simplemente emitir, ya que no es su moneda. Los bancos, públicos y privados, pueden crear dinero a través de préstamos, pero en una situación de crisis la banca central local ya no puede funcionar como prestamista de última instancia. La política económica queda así subordinada al ciclo externo y se pierde la herramienta cambiaria. El panorama se vuelve extremo si la economía que se dolariza tiene además un problema de escasez relativa de dólares, es decir de restricción externa, como es el caso de la economía argentina.

Las economías del área del Euro, muchas de ellas condenadas al estancamiento, son un buen ejemplo de lo que significa quedarse sin estos instrumentos. Ecuador es otro caso, un poco más duro, ya que, a diferencia de los países de la zona euro, renunció a su moneda sin recibir los beneficios del acceso a un mercado ampliado y a una suma de subsidios interestatales. La síntesis provisoria es que un Estado sin capacidad de ejercer plenamente su política monetaria, pierde su capacidad diferencial y soberana de movilizar por esta vía los recursos sociales, por ejemplo para sacar a la economía de la recesión. Su rango resultante es asimilable al de una provincia, que sólo puede hacer parcialmente política fiscal. Que un Estado autolimite sus márgenes de maniobra es un hecho insólito, pero que resulta comprensible desde la perspectiva de los enemigos de los estados y su soberanía.

2018 09 16 © Página/12

Comentarios

Entradas más populares de este blog